
.png)
BREVE RESEÑA (DESMEMORIADA)
DE LA HISTORIA DE LA AMPAC

Dr. Eduardo Meaney
Ex-presidente de AMPAC
Mi querido amigo y pariente, Guillermo Fanghänel, actual presidente de nuestra Asociación, al señalarme la lamentable condición de ser uno de los más viejos de esta tribu, me encomendó la difícil tarea de reseñar, aun fuera en un texto no muy extenso, la azarosa historia de nuestra todavía joven agrupación, porque muy pocos de los actuales miembros la conocen plenamente. Tiene razón nuestro presidente, pues la historia no sólo es el recuento de hechos pasados, sino su comprensión cabal, que nos permite entender la realidad del presente y augurar el futuro, rectificando desvíos y corrigiendo errores, pero también persistiendo en los esfuerzos positivos y venturosos que, en nuestro caso, han puesto a la AMPAC en un lugar privilegiado entre las numerosas asociaciones médicas del país. Por desgracia, mi querido primo no toma en cuenta la acumulación de las proteínas â-amiloide y tau, responsables de la enfermedad de Alzheimer, que perturban la actividad de neuronas vitales en el cerebro y nublan la memoria, una de las capacidades cognitivas más preciadas de la persona humana. Quizá no sufra de franca demencia todavía, pero seguramente se me escapa la correcta sucesión temporal de los hechos de los que fui testigo memorioso o participante activo, a veces como actor principal y otras como actor de reparto. Con esta cura en salud, acepté gustoso la encomienda. Y al preguntarme por dónde comenzaría a contar esta historia me vino a la mente la frase del maravilloso texto de Lewis Carroll, “Alicia en el País de las Maravillas”…Comienza en el principio…y continúa hasta que llegues al final: entonces detente. Y esto que ahora relato, con una mezcla de alegría, nostalgia y dolor, fue como todo comenzó.
La Asociación Mexicana para la Prevención de la Aterosclerosis y sus Complicaciones, AC (conocida por sus siglas AMPAC) fue soñada, fundada e inicialmente presidida por Luis Cueto García, titulado en la Escuela Médico Militar y especializado en cardiología en el Instituto Nacional de Cardiología de México (donde nos conocimos y fincamos una larga, profunda y problemática amistad). Posteriormente hizo estudios de posgrado, en la disciplina que entonces se llamaba hemodinámica, en la Universidad de Minnesota y de regreso al país se reincorporó al Ejército, dirigiendo la sala de hemodinámica del Hospital Central Militar. A mi vez, después de una larga estancia en Canadá y los Estados Unidos, me repatrié en el año de 1975 y fui uno de los fundadores del entonces naciente Hospital Regional “1º de Octubre” del ISSSTE. En tales fechas, Luis Cueto, al que llamé muchas veces mi compadre, sin serlo en realidad, ocupaba un alto cargo en el servicio médico de la Comisión Federal de Electricidad y me llamó a colaborar con él en el diseño y funcionamiento de un pequeño pero activísimo servicio de cardiología, que tenía una policlínica (que incluía una sala de hemodinámica) arriba de un Sanborns en el Paseo de la Reforma (¡!) e internaba a sus pacientes en el Hospital Español. A este servicio se agregó después otro entrañable amigo y colega, también ex-presidente de la AMPAC, el Dr. Enrique Gómez Álvarez. Los avatares políticos y la mendacidad y estupidez de líderes sindicales y funcionarios deshonestos terminaron con ese servicio, que todavía recuerdan con nostalgia los viejos trabajadores de la CFE. Cada quien tomó el camino que le deparó la vida y él, dejando el Ejército, se hizo miembro del Servicio de Cardiología del Instituto Nacional de Enfermedades de la Nutrición, donde también me llamó a auxiliarlo para dar vida a la hemodinámica de ese instituto de salud. Fue en ese entonces (o quizá un poco antes) que comenzó a interesarse en la aterosclerosis. Nunca supe bien a bien por qué. Ciertamente la aterosclerosis no era un tema primordial en la cardiología de ese entonces, al menos en México. Tampoco lo era para mí, pese a que fui uno de los autores, junto a Mario Shapiro y Simón Horwitz, de un libro relativamente famoso en su tiempo, sobre el infarto de miocardio. Yo venía de entrenarme en la hemodinámica diagnóstica de la época y me había hecho una especie de fisiólogo clínico, con interés primario en la fisiología circulatoria y la función ventricular y a esos temas dediqué mis esfuerzos de investigación en aquellos primeros años que siguieron a mi entrenamiento. En cambio, el espíritu inquieto de Luis hacia se desdoblaba para abarcar a la cardiología pediátrica, la hemodinámica, al ecocardiograma, la medicina nuclear y a otros campos del dilatado territorio de la cardiología, en ese tiempo en que todavía se podía ser un cardiólogo integral o plurivalente.
A Luis, que tenía una enorme inteligencia intuitiva, no le gustaban los escasos datos nacionales obtenidos en los 60s del siglo pasado, entre otros por Ruy Pérez Tamayo, que eran parte del International Atherosclerosis Project, un intento multinacional de detectar la prevalencia de las lesiones ateroscleróticas en diferentes países y etnias. Esta investigación señaló una frecuencia de lesiones aterosclerosas coronarias en menos del 5% de las autopsias hechas en el Hospital General de México, con un porcentaje mínimo de lesiones severas. Años antes a los acontecimientos que relato líneas arriba, cuando Luis y yo éramos apenas residentes de la especialidad, esos datos parecían apoyar la idea de los clínicos tradicionales de entonces, que criticaban que se organizara una de las primeras unidades coronarias del país en el viejo Instituto Nacional de Cardiología, porque a su juicio las camas coronarias iban a estar vacías por la relativa rareza en que pensaban que ocurrían los síndromes coronarios en el México de entonces. Luis y yo, entre otros residentes de tercer año del Instituto, estábamos a cargo de la unidad coronaria que dirigía Mario Shapiro. No recuerdo que las cuatro camas de la unidad hayan estado nunca vacías, pero tampoco estuvimos agobiados por una demanda exagerada.
Tiempo después, movido por quién sabe qué extrañas intuiciones, ya como adscrito del Instituto de la Nutrición y aprovechando sus numerosas conexiones, consiguió piezas de autopsia (aortas y arterias coronarias) del Servicio Médico Forense (SEMEFO) de la ciudad de México, pertenecientes a hombres muertos violentamente en las calles de la ciudad por atropellamientos u homicidios dolosos. Algunas piezas fueron disecadas en la propia cocina de su casa, auxiliado por ese ángel que lo acompañó en las buenas y las malas, su bella esposa Almendra. Para sorpresa de todos, excepto para él, la presencia de lesiones aterosclerosas y pre-aterosclerosas (“manchas” grasas) fue casi universal, con una buena proporción de obstrucciones graves, inclusive en individuos jóvenes. Ello significaba que en unos cuantos años, la aterosclerosis había cobrado proporciones epidémicas, ante la ignorancia y pasividad de todos, autoridades, instituciones de salud, médicos y sociedad civil.
Remar contra la corriente es un ejercicio penoso y fatigante, pero Luis, tan frágil en muchos aspectos, era un toro de pelea en esos empeños contrarios al statu quo de su tiempo. Es entonces cuando se le ocurrió fundar una sociedad de aterosclerosis en México. Pero a diferencia de muchas de las congregaciones dedicadas en el mundo al estudio biomédico de esta terrible enfermedad, le dio un giro preventivo, sino único, sí poco cultivado entonces en todo el orbe. Por eso no llamó a su Asociación, Sociedad Mexicana de Aterosclerosis, sino AMPAC, resaltando la vocación preventiva de sus futuras faenas. Pero, sin faltarle respeto a su memoria, hay que decir que junto a su innegable genio y enjundia, Luis era un lobo solitario. No le gustaba tener pares, sino subordinados, lo que no pocas veces originó tropezones y raspones en nuestra larga y fructífera amistad. En sus cargas de caballería, él iba al frente, enarbolando el sable, sin esperar que los otros lo siguieran. Quizá por ello, su primera mesa directiva la constituyó con colegas y subordinados suyos del servicio médico que encabezaba, en un banco estatal. Ninguno de ellos era médico, pero eran individuos leales a él, inteligentes y enterados. No debe causar extrañeza este hecho, porque en su concepción la AMPAC no debía ser una organización exclusivamente médica, sino plural y multidisciplinaria. Acostumbraba a decir que la siglas de la Asociación se relacionaban a lo siguiente: la primera A, representaba a las amas de casa, la M a los maestros y médicos, la P a pediatras y puericultores (para señalar la importancia de la prevención desde los primeros años de la vida), la segunda A, a las autoridades de toda laya, pero fundamentalmente de salud y la C a los comunicadores. Con gran perspicacia pensaba que la prevención de una enfermedad con tan compleja biología y tantas aristas etiopatogénicas y condicionantes socioeconómicos, no podía ser obra solamente de los médicos, sino de la concurrencia de éstos, con el Estado y con la sociedad civil, todos formando un haz de voluntades y de acciones.
Sus amigos más próximos, cardiólogos como él (tal es el caso del que suscribe este texto) fuimos convocados a figurar como una especie de coro griego, pero lejos de la toma de decisiones. Recuerdo una de las primeras reuniones de la Asociación en el Colegio de México, a las que asistí como simple oyente, acompañado de dos de los mejores residentes que he tenido, hoy día brillantes cardiólogos, Thelma Rodríguez y Alejo Díaz. Recuerdo, pese a lo lejano de esa fecha, la intervención de Luis, hablando correcta y enfáticamente de sus hallazgos en las piezas del SEMEFO y la divertida pero docta intervención de Clara Jusidman de Bialostozky, economista y activista de izquierda, acerca de las implicaciones sociales de la aterosclerosis.
Coincidentemente, la empresa farmacéutica Merck Sharp & Dohme lanzó al mercado la primera estatina, la lovastatina, ahora prácticamente en desuso, que en esa época constituyó un parteaguas en el tratamiento de la hipercolesterolemia, una verdadera revolución en el campo de la prevención primaria y secundaria de las complicaciones ateroscleróticas. Esta empresa fue en realidad la madrina generosa de la joven Asociación, pues aparte de pagar íntegramente una revista legendaria, Ateroma, organizó en el hotel que entonces se llamaba Nikko Polanco, una reunión internacional, por supuesto un vehículo promocional de la estatina, pero que aparte tuvo un importante impacto en el imaginario médico del país, hasta el grado que todavía se le recuerda como “la reunión del Nikko”. Muchos de nosotros comenzamos a interesarnos en el tema de la aterosclerosis a partir de escuchar las ponencias de diversos autores. Por cierto, en esa reunión, Luis se enemistó con algunos representantes sudamericanos, principalmente argentinos, que luego formaron (o ya la formaban) una sociedad latinoamericana de aterosclerosis, cuyo capítulo mexicano nunca tuvo verdadero arraigo, hasta el punto de que ignoro si todavía existe. La AMPAC, por esa razón, nunca ha pertenecido a estas alianzas continentales o incluso mundiales, además de que en el seno de nuestra agrupación siempre ha prevalecido la duda acerca de la utilidad de pertenecer a estos grupos, más políticos que médicos, con escaso impacto en los ámbitos nacionales, que ayudan más a la promoción personal de algunos que a las causas académicas y preventivas.
A muchos nos pareció muy exitosa la estrategia de Luis, pero no dejamos de advertirle, que en un momento dado la empresa farmacéutica podía suspender la ayuda, por convenir así a sus intereses, además de que tal cercanía ahuyentaba a otras compañías interesadas en el tema. Creo que estaba a punto de dejarse convencer, cuando sucedió su inesperada muerte. Un aparato construido alrededor de una sola robusta y absorbente personalidad puede venirse al suelo, si ésta desaparece. Sus más allegados en la Asociación no eran médicos, en tanto que algunos de sus colegas del Instituto Nacional de Cardiología, que se consideraban, seguramente con razón, verdaderos expertos lipidólogos, en una era en que este tema estaba reservado a unos pocos iluminados, se sentían agraviados por el hecho de que un cardiólogo y no un experto en metabolismo liderara la campaña en contra de la hipercolesterolemia y la aterosclerosis. Le oí decir un día a Enrique Gómez Álvarez que la principal contribución de Luis fue poner el tema del colesterol, en la mente de todo mundo.
La dolorosa y prematura muerte de Luis detonó la primera gran crisis que enfrentó la AMPAC y estuvo a punto de extinguirla. Cómo salimos venturosamente y más fortalecidos de esa barranca, será el tema de la próxima entrega de este texto.
Capítulo 2. El ascenso
Dr. Eduardo Meaney
Ex-presidente de AMPAC
La muerte de Luis Cueto, mi compadre laico, amigo y compañero de afanes, triunfos y derrotas, fue en lo personal un golpe demoledor. Por fortuna, en los años de nuestra aún joven madurez, apaciguados ya los ardores juveniles y atemperados los ánimos, pudimos llevar a cabo una amistad sin contratiempos. Éramos muy diferentes, comenzando por el estrato económico y cultural al que pertenecíamos. Ideológicamente también estábamos en las antípodas, pues él, militar y hermano e hijo de militares, muy cercanos al poder despótico que entonces se ejercía sin cortapisas, era de franca derecha, en tanto que yo, por herencia y vocación era de izquierda, totalmente confrontado con el oprobioso régimen de entonces. El era pragmático, yo soñador; el creía en el poder como medio para lograr sus objetivos, yo recelaba de toda autoridad. Pese a esas contradicciones, o quizá por ellas, nos hicimos verdaderamente amigos. Y para preservar esa amistad, que ambos atesorábamos, durante el conflicto estudiantil de 1968, casi no nos hablamos a fin de no terminar liados a golpes. Poco después de la matanza, una mañana nos encontramos en uno de los pasillos del Instituto de Cardiología. Se me acercó con cara compungida y enarbolando unos boletos para el atletismo olímpico. Me invitó al estadio, diciéndome: no hablemos más…todos perdimos. Aguda percepción, pues en efecto, años después de Tlatelolco sucedieron en cascada los eventos que llevaron a la disolución del régimen autoritario. Es sorprendente, que años más tarde, siempre acogido al régimen, metido en el asunto de la televisión oficial, sin dejar la cardiología institucional y privada, viajando a varios países en ebullición revolucionaria, empezó a ver en forma diferente los problemas sociales y la naturaleza del sistema entonces imperante.
Su repentina muerte después de meses de martirio mental nos tomó a todos por sorpresa, comenzando con los miembros de su Mesa Directiva, que como ya lo comenté estaba formada por amigos cercanos, inteligentes y enterados, pero no médicos. El Dr. Enrique Brito Velázquez, secretario de su Mesa, ya fallecido, hombre sabio y noble, sociólogo notable y profundo conocedor de la realidad social y epidemiológica de México estaba convencido de que en ese momento la naciente Asociación necesitaba un cardiólogo a la cabeza. Lo mismo pensó el Dr. Felipe Mendoza, a la sazón subdirector del Instituto Nacional de Cardiología, donde Luis trabajaba en el Departamento de Medicina Nuclear. Casi al mismo tiempo, recibí sendos llamados de Enrique Brito y de Don Felipe, para convencerme que tomara la estafeta de la AMPAC. No me hacía muy feliz llevar a cabo esa tarea, porque había sido decisión de Luis, por las razones que fueran, que yo no participara en el núcleo directivo de la Asociación, la cual por otro lado tenía ya nombrado un vicepresidente. Sin embargo, esta persona, distinguido profesional, por cierto, mantenía una confrontación personal con Luis. No recuerdo si esta persona declinó el honor de terminar el periodo interrumpido por la muerte de Luis, o fue puesto a un lado por los miembros de la Mesa Directiva. El caso es que fui nombrado presidente interino para terminar el periodo de Luis, que en esa época, de acuerdo con los primeros estatutos de la Asociación, era de 4 años, algo insólito en la estructura de las sociedades médicas, que generalmente limitan a dos años el ejercicio de una mesa directiva.
Fue hasta entonces que vislumbré con toda claridad y precisión la magnitud de la tarea y la importancia y trascendencia de la prevención. A menudo pienso y digo que la AMPAC ha sido una especie de calmécac, esa institución educativa con la que nuestros antiguos padres los nahoas entrenaban a sus élites, pues en más o en menos la Asociación nos ha formado a todos los que hemos trabajado en ella, ha modificado nuestra percepción de la medicina y nos ha orientado a los que fuimos entrenados como médicos curativos, para entender, privilegiar y ejercer la prevención. No sin aprensión y temor tomé las riendas de la agrupación, con grandes dudas acerca de su capacidad de sobrevida.
Había dos problemas importantes que exigían una solución rápida. De un lado, el único apoyo que recibía la AMPAC, incluyendo la edición de su revista Ateroma, era, como ya lo comenté, la casa farmacéutica MSD. No que no agradeciéramos tal ayuda, sino que esa exclusividad hacía que los malpensados afirmaran que éramos una extensión mercadotécnica al servicio de los intereses comerciales de la compañía. Con la ayuda de la Mesa Directiva y cercanos amigos que se acercaron a ayudarme, principalmente Juan Miguel Rivera, Enrique Gómez Álvarez, Rafael Shuchleib y Germán Luna, entre otros, iniciamos una fina de operación de desprendimiento e independencia, tratando de no agraviar a los funcionarios de MSD, que habían sostenido las primeras actividades de la agrupación. Tal independencia pudo lograrse con pulcritud y hasta la fecha, la AMPAC mantiene profundos lazos de afecto y respeto con dicha casa farmacéutica, a la que reconocemos haber sido la madrina de nuestra Asociación. En el proceso, MSD retiró su apoyo a la revista Ateroma y el nombre de la revista tuvo que cambiarse porque la firma editorial que producía la revista, ahora sabemos que mentirosamente, nos comunicó que había registrado oficialmente el nombre como algo propio. Por eso, en años sucesivos nuestro órgano se llamó Revista Mexicana de Aterosclerosis que más tarde fue ampliado a Revista Mexicana de Aterosclerosis y Prevención Cardiovascular, hasta que por razones económicas tuvo que dejar de existir. Hay que señalar que el nombre original Ateroma fue copiado por la revista de la sociedad de aterosclerosis latinoamericana. Para desgracia de ellos, en México, tal órgano es prácticamente desconocido.
El otro gran problema fue que la Sociedad Mexicana de Cardiología (SMC), en ese tiempo la única agrupación cardiológica nacional existente, organizó varios capítulos dedicados a temas específicos, uno de ellos, la aterosclerosis. No había posibilidad de competir con una institución de ese tamaño, ni tampoco era deseable. Afortunadamente, fue el presidente de la SMC en ese entonces, si no mal recuerdo Fause Attié, el que me propuso encabezar el capítulo de aterosclerosis, a fin de tener un frente común de acción. En la ciudad de Oaxaca se llevó a cabo, la primera reunión nacional de aterosclerosis, organizada al alimón por las dos sociedades, con éxito académico y una buena afluencia de público. Esa exitosa comunión entre ambas sociedades que duró varios años, luego fue disuelta y ciertamente no por nosotros.
De esta suerte, se libraron con éxito dos escollos mayúsculos que pudieron haberle dado jaque mortal a la joven agrupación. Ese salvamento era el indicio de que la AMPAC desde su mismo inicio, marcado por la desgracia, tenía dentro de sí la vocación de sobrevivir y crecer de frente al infortunio y la necesidad. A partir de ese momento no me cupo ninguna duda de que la herencia no buscada de mi amigo del alma iba a prosperar. La AMPAC había nacido ciertamente para durar y triunfar. Lo veo ahora con la certeza que dan los años transcurridos, pero en ese lejano tiempo era apenas una promesa. Pero entonces y ahora, el poema de Robert Frost podría haber sido escrito para todos los que hemos batallado sin descanso dentro de este pequeño ejército
The woods are lovely dark and deep.
But I have promises to keep,
and miles to go before I sleep,
and miles to go before I sleep
En traducción libre:
Los bosques son hermosamente oscuros y profundos.
Pero tengo promesas que cumplir,
y millas que andar antes de dormir,
y millas que andar antes de dormir.